Un joven intenta comprar un ticket para evitar hacer la cola que se forma para pasar gratis en un sistema saturado de usuarios. Un viaje son 4 bolívares -una cantidad irrisoria, ya que un dólar equivale a casi 3,5 millones de bolívares-, que se pueden pagar con 2 billetes de 2 bolívares. El encargado de la estación le rompe los billetes en su cara y lo hace pasar por la puerta libre.
La situación es una muestra de las complicaciones monetarias de la precaria economía venezolana y la gestión del régimen de Nicolás Maduro, que desde hace meses arrastra una hiperinflación insoportable. Según el FMI, los precios aumentarán un 1.800.000% en dos años. También es una muestra de cómo la crisis económica y social de Venezuela ha trastocado hasta lo más básico de las rutinas de los venezolanos.
“La compañía no ha vuelto a comprar los rollos de boletos, porque no tiene recursos ni para eso, y tampoco ha querido actualizar la tarifa a un monto más justo y eso se refleja en el gran deterioro que tiene el sistema”, denuncia Alberto Vivas, de la Asociación Civil Familia Metro, que agrupa a extrabajadores del subterráneo que hacen monitoreo a su funcionamiento.
El Metro funciona gratis porque no hay cómo cobrarlo y tampoco hay quién pueda hacerlo. La migración ha impactado fuertemente a la empresa estatal, que hace dos años tomó la decisión de suspender la tramitación de renuncias en su departamento de personal, para intentar frenar el éxodo masivo de trabajadores especializados. Una estación pequeña requiere de por lo menos ocho trabajadores para labores de taquilla, supervisión de accesos, andenes y trenes, pero normalmente puede haber dos o tres. “La diáspora laboral también ha afectado mucho las operaciones. El ausentismo de los trabajadores es grande y ante la imposibilidad de renunciar muchos terminan desertando, es decir se van del país sin finiquitar sus contratos, porque lo ahorrado en prestaciones sociales no vale nada contesta hiperinflación”, apunta Vivas.
Por décadas, la llamada “cultura Metro” era motivo de orgullo para los ciudadanos y la empresa se convirtió en un modelo de gestión en América Latina desde su entrada en funcionamiento en 1983. Mientras en otras ciudades los subterráneos suelen ser hostiles por el trajinar de pasajeros, en Caracas el Metro fue un oasis de puntualidad, limpieza y ciudadanía bajo una ciudad caótica. El caraqueño transformaba su conducta apenas tomaba la primera escalera mecánica para descender a los andenes.
Ahora, un viaje diario en el subterráneo se parece a esta escena. Cuerpos apretujados pelean por agarrarse de los tubos intentando buscar equilibrio sobre el suelo del tren, sucio tras días sin limpiar. Calor adentro y fuera del vagón. La gente va bamboleando en hora pico o en momentos de poco tránsito después de una espera desesperante por diez, quince o treinta minutos, cuando el aparato finalmente sale del túnel. Entre la masa cruzan pedigüeños, vendedores, ladrones, gente buscando una bocanada de oxígeno. En cada parada, para entrar o salir del tren se requiere un entrenamiento en fórceps. Todo suena en los vagones de la Línea 1 del Metro de Caracas, donde viajan a diario por lo menos dos millones de caraqueños, y que apenas cumplen seis años de vida, luego de una millonaria rehabilitación, salpicada de corrupción, que no ha redundado en una mejora.
Fuente: Florantonia Singer / El País
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