Hace unos días, Wilmer Guaidó Vidarte era un taxista anónimo que vivía en paz en la parte hippy de la isla de Tenerife. Su refugio. El lugar donde decidió establecerse tras abandonar su Venezuela. Llegó en el año 2003 a España como escapatoria. Hugo Chávez llevaba ya cuatro años en el poder. Y vivió su ineptitud desde el principio de su gobierno. Especialmente, tras la tragedia de Vargas: entre 10.000 y 30.000 muertos, el mayor número de víctimas mortales tras un alud de barro. Sobrevivió a la desgracia pero no a lo que vino después. Su tierra nunca volvió a ser la misma.
Después, el drama se extendió, cual metástasis, al país entero. Era piloto de avión entonces. «Yo conducía un guacamayo, un avión de aerolíneas venezolanas, hasta que todo quebró», rememora Guaidó. En el inicio del éxodo, le contó su decisión a su primogénito, Juan, quien entonces estudiaba en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas…
-Hijo, me voy. Vente con nosotros.
-No es el momento, papá. Debo acabar mi carrera [de Ingeniería]. Después ya se verá…
El padre se lo tomó con sorpresa pero sabía del enorme amor de su hijo por su país y por su madre, Norka Márquez, maestra, de la que se había separado. «Se quedó con su hermano Gustavo. Respeté su decisión. Ya estaba con los movimientos estudiantiles y conoció allí a Leopoldo López», cuenta ahora. El líder opositor, marido de Lilian Tintori, era entonces catedrático en ese prestigioso centro de estudios. Nadie aventuraría que Juan, entonces estudiante, joven modesto, de mirada férrea y una sonrisa idéntica a la de su padre, se convertiría en su delfín. El caso es que Wilmer cogió sus maletas, sus ahorros y se fue al otro lado del océano Atlántico.
«Era piloto comercial y quise seguir». No era la primera vez que iba allende los mares para buscar un futuro. «Había volado hasta en África, desde Ruanda hasta Johannesburgo. Tengo licencia americana…». Llegó primero a Pontevedra, gracias a que su actual mujer, Esther Pumeda, posee pasaporte español, pues sus abuelos emigraron desde Galicia en los años 50. Estuvo siete meses allí buscando convalidar su permiso de vuelo. Sin éxito a pesar de tener 15.000 horas de experiencia.
Con Esther y sus dos hijas, Marla Valentina y Gabrielle, partieron a Canarias, donde se sentían como en su querido Macuto. «El mismo mar, el mismo calor».
Lo tenía estudiado. La familia de Juan Guaidó tiene raíces canarias (un bisabuelo emigrado en el siglo XIX) y vascas (por su segundo apellido, Vidarte). «Vivía en Macuto y era socio del club canario. Allí vivíamos todas las costumbres y festividades. Celebrábamos hasta el carnaval». Había encontrado su paraíso en la otra esquina del mundo. En El Médano, zona bohemia, con unos crepúsculos ámbar que parecen encender el mar. Se sintió acogido, en casa. Pero era comenzar de abajo. Y de abajo comenzó.
Mientras luchaba por conseguir que su licencia de piloto tuviera validez en España, hizo de todo. «Como sé inglés, me dediqué al turismo. Trabajaba en un hotel en la recepción. Después fui encargado…». Como quería estar más cerca de los aviones se fue al aeropuerto de Tenerife Sur. «Trabajé hasta para Ryanair en tierra». Perdió la esperanza de la convalidación de su licencia. No tenía nada de qué arrepentirse. Todos sus hijos eran universitarios. Los había sacado adelante a todos.
Al principio le vencía la nostalgia y su economía se lo permitía. Viajaba a Venezuela cada seis meses. Y cada vez todo iba a peor. Más miseria, más carencias. Los plazos se hicieron más largos. Hace cuatro años que no regresa. Pero cada noche habla con su Juan. Le ha visto crecer -política y vitalmente- a través de la pantalla del móvil. Consciente de que, en su Venezuela, ese hijo que dejó chamo [joven] se ha convertido en un símbolo de resistencia. Convertido en diputado suplente del estado de Vargas en 2011. Después diputado de pleno derecho en 2016. El padre aportaba lo suyo en la distancia, haciendo campaña por Facebook. Hasta que Juan fue elegido presidente de la Asamblea Nacional el 5 de enero de 2019.
Se conmovió cuando su hijo leyó su discurso de investidura y habló del exilio venezolano. «Este silencio nos recuerda la soledad de aquellos cuyos hogares sufren por la partida de sus hijos y nietos al exilio, o de niños cuyos padres no pudieron darles el abrazo de año nuevo porque se encuentran afuera para poder enviarles dinero. Son más de 3.300.000 venezolanos quienes se han visto forzados a huir de la crisis buscando lo que hoy este Gobierno no les ofrece: oportunidades, trabajo y libertad… Hoy las madres despiden a sus hijos, en el aeropuerto, en la frontera o en el peor de los casos en el cementerio, y con ellos se va la posibilidad hacer justicia. Este es el silencio del cuarto de Neomar, Manuel, Miguel, Cesita, Geraldine y tantos jóvenes que ya no se encuentran físicamente entre nosotros», proclamó. Era su historia, la de las familias rotas.
Su quinto hijo también vive en Europa. Sus hijas sí residen junto a él en Canarias. Sólo Juan y Gustavo se quedaron en Venezuela. Y el padre siente también el dolor de estar lejos y perderse las reuniones familiares. Incluso las despedidas eternas. «Murió mi madre y no pude regresar. Siempre me acuerdo», cuenta. Recuerda el peso de estar lejos y no poder ejercer sus profesiones. Hay arquitectos venezolanos friendo hamburguesas, enfermeras limpiando casas… Y pilotos de aviones ejerciendo de taxistas. Como Wilmer que no pudo revalidar su licencia. «Nunca lo entenderé. No pude convalidar mi licencia de piloto. Tengo más de 15.000 horas de vuelo».
Fuente: www.elmundo.es
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